Otra mirada

Habíamos caminado por horas. Nos detuvimos en un pueblo caliente y congestionado acercándonos a la plaza principal para resguardarnos del incandescente sol debajo del alerón del tejado de la iglesia. De nuestras maletas sacamos las botellas de agua, nos refrescamos. Unos sanduches pequeños fueron nuestra salvación y mis lanas y agujas con las que terminaba de tejer unas carteras, eran las que nos proporcionaban algunos pesos para continuar nuestra travesía.

La verdad estábamos tan agotados que me quedé tejiendo recostada sobre la tibia pared, cuando mi hija de 8 años me preguntó: -mamá, ¿mientras que tu tejes y mi padre vende tus carteras yo qué hago? -Pues amor, si tienes sueño, duerme sobre mis piernas. -No… no quiero. ¿Y... si me dejas pintarte las uñas?


En mi ciudad, que estaba ya tan alejada del camino, tenía un salón de belleza con mi madre y dentro del espacio, una estantería donde ofrecíamos los accesorios que tejía. La última noche que estuvimos, mi hija, aparte de su ropa me suplicó la dejara empacar esmaltes de uñas. Quizá pudiera pintarle a las señoras del camino y ganar algún dinero con el que nos ayudaría, me dijo… - Ay cariño, pero estoy tejiendo, tengo ocupadas las manos. -Te voy a pintar las uñas de los pies, insistió con entusiasmo. -No te imaginas cómo debo de tener los pies de estropeados, mi amor. Y no había terminado de hablar cuando ya me había quitado los zapatos deportivos y los calcetines. -Mamá déjame te alivio.


Tomó la botella de agua y puso un poco en una toalla para limpiarme los pies y refréscame. ¡Qué alivio! Yo me acomodé para que le fuese más fácil la tarea. Ella abrió su bolsita y dispuso sus esmaltes en el suelo por color. - Te voy a dejar las uñas preciosas, vas a ver. Me aplicó una capa de esmalte blanco y enseguida en cada uña empezó a dibujar con pinceles delgados con los que hacíamos los detalles, una casita como en donde vivíamos, en la otra una cara, como la de la abuela, en la otra la de Pancho, nuestro perro y me fui perdiendo en mi tejido dejándola a ella perderse en sus pinturas.


No sé cuánto tiempo pasó y al levantar la cabeza, docenas de personas observaban con atención mis uñas y la habilidad de mi hija que hacia cada dibujo despacio y sencillamente maravilloso. Mis pies eran pequeñas obras de arte donde se contaba nuestra historia. De donde veníamos y para dónde íbamos en 10 lienzos de queratina.


-Señora… ¿podemos tomar una foto? me preguntaban. -Niña… ¿me puedes pintar las uñas? le suplicaban. Yo me sentí anonadada no tanto con la gente sino con la hermosa expresión de la cara de mi hija. La abracé tan fuerte… -Gracias mi amor, ¡me quedaron tan bonitas!A pesar de la distancia, de la caminata, de la sensación de pérdida, del vacío, de la angustia, mi hija había encontrado la belleza inesperada en medio de este difícil momento, que me daba la fuerza y la ilusión de seguir y dejarme sorprender por el día a día.


-Lapuente