La hermana Adelaida corrió desde el otro extremo del patio. Le tomó centésimas de segundo llegar al tercer escalón y agarrar a Lina por la falda e impulsarse hacia atrás para que de un brinco cayera al suelo. La monja pálida y malgeniada y aún con el uniforme en la mano, le descose todo el dobladillo y le da diez minutos para volverlo a coser.
Lina, sin embargo, no puede sostenerle la mirada, pues está muerta del susto y en vez de subir al salón para cumplir con lo ordenado, se escapa hacia la capilla ubicada en el lado opuesto, sintiendo que Adelaida, que es una mujer mayor, utiliza un grito escalofriante como energía para tomar de nuevo impulso y seguirla.
Lina se esconde en el confesionario y trata de restablecer su respiración para no hacer ruido. Adelaida se asoma y cuando va a entrar, por el altoparlante le llaman urgente a la rectoría. La hermana le advierte a Lina que en unos minutos sabrá de ella y se retira para hacer presencia con la superiora.
Lina saca de su lonchera el hilo con aguja que tenía preparado, pues ya se había dado cuenta que parte del dobladillo de su uniforme estaba descosido y que de pillarla, la de disciplina, le sancionaría. Aunque ya es demasiado tarde utiliza sus pocas habilidades manuales y en media hora termina con ese suplicio.
Se asoma por la ventanita del mueble en el que está y al no ver a nadie, sale con sigilo y se dirige a su clase de apreciación del arte, buscando en su mente una excusa para darle al profesor Berástegui, que compense su tardanza.
Cuando tiene las ideas organizadas abre la puerta y para su sorpresa encuentra a Adelaida dictando la clase, camina hasta su pupitre se sienta y espera el regaño, pero nada pasa, las diapositivas de Van Gogh siguen su curso acompañadas con la enorme sabiduría de la hermana al respecto, lo que se convierte en un espacio fantástico. Esa tarde, sin embargo, antes de salir a casa la detuvo su mejor amiga para avisarle que la necesitaban en la rectoría.
El camino que recorrió fue un infierno, sus pensamientos armaron toda serie de truculentas posibilidades, entre ellas, la expulsión.
Pasó a la oficina principal y allí se encontraba el padre José. Cuando la vio venir se giró para mostrarle un hilo que colgaba de su sotana, a la altura de sus glúteos y con voz adolorida le preguntó que si por casualidad podía imaginar en qué parte del cuerpo tenía enterrada la aguja.
-Lapuente-