Entre semana, cada día salgo
a las 6:30 de la mañana en el auto para llevar mi hijo a su colegio y así,
empieza mi calvario.
Vivo en Chía, municipio de Cundinamarca que colinda con Bogotá. El otrora pueblo campestre y tranquilo, el vividero delicioso y natural, ahora por la ambición de gobernantes y constructores se transformó en cuestión de pocos años, en un adefesio infestado de conjuntos residenciales y edificios sin ninguna planeación ni presente ni futura.
Los caminos vecinales y
rurales de doble vía, de 8 de las 9 veredas existentes, fueron pavimentados
para luego descargar sobre ellos y sin ningún doliente, cientos de vehículos
que salen temprano de sus condominios, sumados a los cientos que ingresan para
evitar los trancones de las variantes que los circundan.
Al iniciar mi recorrido en
la Vereda Cerca de Piedra, pasando por Fonquetá y terminando en Tíquiza, Cuatro
Esquinas, hay no menos de 10 conjuntos,
mínimo de 30 casas cada uno, donde antes había fincas disgregadas; 6 colegios y
un jardín infantil, cuyos alumnos se transportan en bicicleta, caminando o en
buses escolares, 5 rutas de transporte urbano y unas 4 panaderías que abren sus
puertas para atender la demanda de los madrugadores.
Con semejante tráfico tan
pesado, se cuentan más de 100 huecos que algunos lugareños eventualmente
rellenan con escombros y hasta puntillas, terminado por destruir las llantas de
los vehículos y empeorando el problema.
¿La solución?... Chapucear con recebo cuando hay eventos que ameriten
parchar las calles para que se pueda tomar la foto y publicarla en las redes
sociales.
Todos los actores de esta
gran obra matutina (vehículos, motos, buses, camiones de proporciones
gigantescas, bicicletas, transeúntes, una que otra vaca y decenas de perros
callejeros), tenemos que transitar por
la misma carretera. Los conjuntos en sus frentes no construyen andenes sino que
siembran eugenias para cumplir la promesa de venta "Casas
campestres". Los garajes de las casas terminan en el borde de la calle y
para defender sus puertas de los rallones de los carros, sus dueños ponen
tremendas piedras que son un peligro inminente. Los vallados que reciben las aguas lluvias y
que evitan las inundaciones limitan el camino.
Al final es una guerra de
intolerancia donde no se respeta la vida y cuyo único objetivo es llegar al
destino sin importar llevarse a alguien por delante. En un trayecto que
normalmente demora pocos minutos, fácilmente los días donde universitarios, colegios A y B y
trabajadores, entre otros coinciden, puede tomar 25 minutos. Además que en los
colegios de la zona y de Chía en general
la llegada de los niños en el medio de transporte que sea, forma insoportables trancones que no mejoran
hasta que ingresan a las instituciones.
Cada mañana que llevo a mi
hijo tengo angustia en mi corazón y me sumerjo en el caos, empujada por la
necesidad y por la increíble presión de la gente que llegó a Chía a inyectarle
una dosis de vorágine capitalina. No hay
marcha atrás, ni espacios, ni fórmulas… sólo la ambición de la que hablé, la de
los gobernantes y constructores que nunca nos pensaron en comunidad si no que
pasaron por encima de ella, llenándose los bolsillos de dinero con el que se puede comprar, esa casa, esos autos y esa finca, pero mejor lejos de la caótica Chía.
©LaPuente
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