Cartas de otros tiempos - Dos

Querida madre:

He vuelto... Ven rápido por mí al pequeño templo de flores amarillas y rosadas... Mientras que llegas madre, debo decirte que soy solo portador de angustiantes noticias.

Después de que el Swami nos separara a mi hermana y a mí de tu lado, debido a tu deteriorado estado de salud, nos condujo a la aldea vecina donde otra vaca sagrada que había perdido a su hijo nos esperaba. Los dos terneros, pequeños, temerosos y marrones como cualquier otro, fuimos amamantados por nuestra melancólica madre sustituta, que igual nos acogió de manera amorosa, hasta que nos acostumbramos a su calor.


Pasados unos meses, una mañana mi hermana amaneció llena de piedras preciosas incrustadas en su piel. Te lo juro mamá, de la cabeza a la cola un collage de rubíes, zafiros, esmeraldas, diamantes, amatistas y ónices. El espectáculo era sublime… 

De día, la luz del sol reflejaba los colores de las gemas por doquier y los lugareños iban a ver la fuente de semejante presencia.

Empezaron a darse los primeros milagros debido al poder de esas piedras y nuestro templo empezó a llenarse de ofrendas, plantas aromáticas, especias y flores, convirtiéndonos de la noche a la mañana, en los dioses vivientes más famosos del momento.

Tal vez por ello, nuestra madre suplente nos vio como un regalo del cielo, pero intuyó en su corazón la desgracia, cuando empezamos a ser acechados por cuervos, lobos, tigres y cobras. Ellos como nosotros, al ser sagrados no tenían límite para acercarse, para rezar oraciones preciosas en nuestras caras y loarnos sin límite, intimidándonos madre, con esos ojos cargados de ambición y maldad.

Así estuvimos por más dos años, siempre con ansiedad. Hace unas noches, en que la luna llena nos cantaba mientras que pastábamos, nos atraparon a mi hermana y a mí. Pusieron sobre nuestras cabezas unas bolsas de tela oscura y nos subieron en una especie de carruaje. Los que conducían, sin piedad alguna, nos anunciaron que pasarían la frontera y en China harían de nosotros lo que fuera para alcanzar fama y fortuna. Toda la travesía fue un martirio, mugiendo de desespero y con la tristeza de haber perdido a nuestra segunda madre también.

Ya de día y con el sol pleno, nos bajaron a empujones para descubrir nuestras cabezas sobre un inmenso terreno cercado por árboles frondosos donde crecían húmedos sembradíos de arroz. Allí varios, me apartaron al no encontrar vestigio de piedras en mi cuerpo y subieron a mi hermana en una empedrada en el centro de la parcela, para que un carnicero que estaba próximo a llegar, extrajera de tajo las piedras preciosas de su cuerpo.

Pero no más mi hermana se enteró de los propósitos de los infames, sufrió una espontánea transformación que la dejó en segundos con la piel negra y arrugada, ante la sorpresa de todos, menos la del carnicero que al ver su cambio, no le hizo gracia y de un golpe le dio muerte. 

Con su habilidad asesina le apartó la piel, pero mi hermana, madre, no tenía ni músculos, ni huesos, ni órganos, ni alhajas. Toda ella por dentro, era una jalea plateada que al contacto con el aire se tornó gris y amenazante.

El carnicero chilló de angustia frente a los restos y les suplicó a los otros, enterrar la piel y la sustancia porque sin duda era una señal de que se avecinaba una catástrofe. Y no terminaron de cubrirla cuando empezó a salir de la tierra, un entramado de raíces que llegó hasta los límites del terreno dejando el lugar totalmente sombrío y reseco.


El cielo se oscureció y la majestuosa luna llena apareció de repente y con uno de sus poderosos rayos me levantó seguro, mientras que con su boca succionó el terreno con todo y los impíos, lo trituró y lo escupió dejando de nuevo la tierra arada en su lugar. 

Madre, la luna mientras me cantaba una canción de cuna, me vino a dejar aquí en el pequeño templo de flores amarillas y rosadas, me acarició y desapareció. Ven pronto madre, me están saliendo toda suerte de gemas en el cuerpo y tengo miedo. 

Atentamente,

Tu hijo desesperado.


©LaPuente