Así se siente un giro del destino

Yo iba ahí en el sillón de atrás, alguien me había recogido en el restaurante y luego me había metido como un perro, por la ventana del lujoso vehículo. El olor a cuero de la silletería nueva me provocó náuseas y aumentó, el ya intenso dolor de estómago. El tipo que conducía, maniobraba el auto como un loco, me revolqué tratando de encontrar una posición cómoda y caí boca arriba sobre el tapete rugoso y con pantaloneta y camiseta mis piernas y brazos quedaron raspados y rojos, pero… ese era el mal menor y pensé: “así se debe sentir la muerte”, pero luego rectifiqué: “así se siente un giro del destino”.


Apreté los ojos unos segundos para no ver nada y cuando los abrí, era yo a los 10 años echado en el sillón de atrás del auto de papá, tenía puesta mi pijama gris y calcetines blancos, gemía por un dolor de cabeza que me nublaba el entendimiento, lloraba, gritaba, era de noche, desde mi posición, por la ventanita de atrás, veía pasar los postes y las luces que me maltrataban con sus destellos. El olor a cuero del sillón de atrás me produjo nauseas, tosí hasta las lágrimas. Los pitos eran insoportables, mi papá, tratando de agilizar el paso tocaba la bocina a diestra y siniestra y los otros, seguramente sin entender su propósito, le contestaban desesperadamente, al punto de que podía sentir esas vibraciones en las venas de mi frente.

Hacía frio, lo sentía, temblaba, pero ese era el mal menor, mi madre en la silla del copiloto me miraba, me acariciaba y repetía sus oraciones, hasta que dijo: –Dios protege a mi hijo de un giro del destino, y eso fue lo último que escuché en mi vida. Mi alma se salió del cuerpo, vi que en el hospital me reanimaban, los médicos desesperados corrían mientras decían que era meningitis, uno de ellos toma un medicamento, me lo inyecta en el corazón, otro me inyecta un líquido en la cabeza y como una aspiradora regreso absorbido a mi cuerpo. Oscuridad… sentí que me tocaban la mano, abrí los ojos y vi a mis padres hablándome pero no oí nada. Solo un papel en las manos de mi madre que me mostró llorando: “hijo, ya no podrás escuchar más”.


Oscuridad… Cerré los ojos y al abrirlos seguía con el dolor de estómago, en el mismo auto deportivo, en el tapete del piso de atrás; grité, o bueno eso creí, pero el tipo no me prestaba atención, conducía como loco y de pronto, mi cuerpo vuela por los aires, rompo el vidrio de adelante, caigo al pavimento, salgo de mi cuerpo. 

Otra vez en el hospital al lado mío, una camilla con un hombre cubierto con una sabana, los médicos corriendo, tratando de salvarme, “Dios protégeme de un giro del destino”, me cortan la ropa, un médico me entuba, me ponen máscara de oxígeno, otro me inyecta y otro abre mi estómago con un bisturí. Diviso a mis padres entre las nubes, allí me esperan con los brazos abiertos, de fondo una canción de bienvenida y por fin vuelvo a escuchar con perfección.


Lapuente