El colapso me obligó

Puse el celular a un lado. La gente murmuraba, miraba, tomaba fotos y videos de mí, de la camioneta, del restaurante en ruinas. Ya me imaginaba mi cuarto de hora en la redes, con titulares muy llamativos que empezarían con algo así como… “Mujer estresada de mediana edad, se da contra el mundo…”. Yo estaba allí sola, expuesta y eso tomaría horas en solucionarse. Cerré los ojos y esperé porque el colapso me obligó.

Al perro se le había levantado una uña de la pata delantera y aullaba del dolor. Madrugué, lo llevé al veterinario, regresé y ahí empezó todo. Tuve que ir a hacer una fila de una hora para reclamar los medicamentos de la tiroides y la hipertensión del tío Hernando, viudo desde hacía un año. Pasé por el supermercado. Taché uno a uno los ítems de la larga lista. Grabé un audio, en el trancón, con mi idea para el artículo de la revista. Y ahora iba a la gran papelería porque Alejo, necesitaba un libro para llevar a su examen y Eli, que tenía una presentación, le hacía falta una USB.

Una maraña de pensamientos me tenía embolatada. Me decía a mí misma “tengo que llegar a hacer el almuerzo”. “Voy a desviarme por aquí”. “Tengo que entregar el artículo antes de las 3:00 de la tarde”. “Ojalá haya parqueadero al frente de la papelería”. Parecía un zombi. El celular emitía señales cada vez que había una notificación. Se me atravesaban los motociclistas en difíciles y desafiantes movimientos. Los buses frenaban para recoger a la gente en cada esquina.

El colapso no llegó a mí en forma de dolor físico. Llegó cuando el tacón de mi bota, sin ninguna razón aparente, se quedó atascado entre el acelerador y el tapete justo cuando daba la curva y sin más, metí la camioneta por la puerta de un local comercial. El lugar, no sé porqué estaba sin gente a esa hora, ¡Gracias al universo! Eso sí empujé las mesas y las sillas y todo quedó arrumado contra el mostrador. Era un restaurante.


Empecé a escuchar los latidos de mi corazón y al mismo tiempo sentí como mis dientes castañeaban… ¿De frio o de miedo? ¡Vaya usted a saber! Miré a un lado, al otro. Estaba oscuro, apenas entraba un halo de luz por los pequeños espacios que quedaban entre las puertas de la camioneta y las paredes laterales de la edificación. Apagué el motor. Un hombre salió azorado por la puerta que estaba detrás del mostrador. Tosió, había mucho polvo. Movió un poco el desorden y por fin llegó hasta mí.

-¿Está usted bien?

Con el vidrio abajo le grité: -Por Dios, sí señor. ¡Perdóneme! No sé lo que me ha pasado, mi bota creo, se atascó en el acelerador. Espere… tengo seguro.  ¡Llamaré!. Por favor no se preocupe que yo le pago.

-¡Tranquila señora! Me dijo con tono angustiado.

El celular y otros objetos yacían en el suelo del vehículo y aún con el golpe, seguía el intenso aparato, sonando. Me incliné para recogerlo a pesar de que mi zapato permanecía igual, enredado. Tuve que hacer un esfuerzo para zafarme. Me temblaban las manos. Por whatsapp envié un mensaje al chat de la familia. “Acabo de sufrir un accidente, no puedo hacer nada por ustedes. Estoy bien pero apachurré los muebles de un local comercial. No me marquen. Oren por mí”. Luego me comuniqué con la compañía de seguros que inmediatamente y de manera cordial, quedó de enviar a un abogado para atender el caso.

La oficial de policía de tránsito llegó en minutos y desde afuera preguntó por mi estado de salud. Tomó fotos. Me dijo luego, que si podía encender el vehículo y dar reversa lentamente. Y yo, como cuando aprendí a conducir, tuve que pensar el paso a paso, para lograr sincronizar mi mente con mis pies. ¿Cómo se enciende, cómo le doy hacia atrás, prendo las luces, servirá el freno?

Saqué la camioneta de la forma más lenta y cuidadosa. Tardé una eternidad. Debía estar algo estropeada por la cara que me hizo la mujer cuando tomó la foto al frente mío.

-¡Espere muevo a toda esta gente mirona!, me advirtió. -¡Por favor permiso!, ¡Dejen circular el vehículo!, ¡Permiso que hay que estacionarlo aquí! La gente se corrió con disgusto. Todos querían ver a la “Mujer loca que no sabía conducir”.

En la puerta del local el hombre del mostrador, el posible dueño, estaba tratando de correr la reja para que los amigos de lo ajeno no hicieran lo suyo. Típico de un país tercermundista.

-¿Está usted embriagada o enferma? me preguntó la mujer de tránsito.

-¿Yo?.. No señora. Lo que paso es que el zapato se me quedó metido entre el acelerador y el tapete.

-¿Y esa botella?

-Es un frasco de jarabe para la tos pero no es mía es de mi tío.

-¿Y ese montón  de cajas de medicamentos? 

-Son del tío también. Sufre de varias dolencias y yo le reclamé los remedios en la EPS.

¿Y esa sangre atrás?

-Es de mi perro tuvieron que arrancarle una uña que se levantó con un golpe, esta mañana.

-¡Señora!… ¡Hay un trozo de carne en el piso!

-¡Sí! estuve en el supermercado. Con el impacto, se salieron las compras de las bolsas, ¡Qué pena!

-¡Vaya mañana la que usted ha tenido! ¿No?

Se le veía toda la intención de seguir presionando para ver en dónde estaba mi punto de quiebre, pero afortunadamente llegó el abogado.  Se presentó y me pidió que le contara todo lo acontecido. Le describí con absoluto detalle, como si fuera mi psicólogo. Lloré. Luego el hombre entabló conversación con la mujer policía y el dueño del local, con el fin de arreglar el embrollo en el que yo me había metido.

El teléfono empezó a timbrar, era mi esposo.

-¿A qué hora vienes? Necesito almorzar aquí en la casa antes de irme a la reunión.

-¿Cómo así no leíste mi mensaje en whatsapp?

-No.

-Me accidenté pero estoy bien. Hazte un sanduche, mira si hay algo en la nevera.  Aquí me voy a demorar.

-No hay nada de comer, tú ibas a traer el mercado, pero olvídalo. ¿Necesitas, más bien, que vaya y te acompañe?

-No. Aquí ya está el abogado del seguro. Te pido que le avises al tío que por la noche le llevo sus medicamentos, ¡chao! y colgué.

El teléfono empezó a sonar. Era la  hermana Carmencita, “qué raro, nunca me llama”, pensé.  No le contesté, pero al mirar el whatsapp, me di cuenta que en vez de enviar el mensaje al chat de la familia lo había enviado al grupo de oración para los enfermos. Todos allí me escribían diciendo que rezaban en ese momento por mí, que ojalá Dios me ayudara; hasta la hermana Carmencita que era la administradora del grupo, me confirmó que ya había empezado el rosario.

Sentí alivio. Tomé el texto de nuevo, lo copié y le agregué: “Chicos no puedo hacerles sus vueltas” ¿Me ayudan? Y esta vez, sí lo envié al chat de la familia. Alejo me escribió diciendo que él iba a comprar el libro y la USB de Eli y que no me preocupara. Que si necesitaba algo le avisara y que todo iba a salir bien.

Puse el celular a un lado. La gente miraba, tomaba fotos y videos de mí, de la camioneta, del restaurante. Ya vislumbraba mi cuarto de hora en la redes, con titulares muy llamativos que empezarían con algo así como… “Mujer estresada de mediana edad, se da contra el mundo…”. Yo estaba allí sola, expuesta y eso tomaría horas en solucionarse. Cerré los ojos y esperé porque el colapso me obligó.

@Lapuente