Recuerdo haber llevado al hogar geriátrico a Milano. Era un perro viejito y sin un ojo que yo había insistido en adoptar a regañadientes de papá.
Allí sentada en un sillón solitario reposaba
mi abuela, perdida en su mundo sin reconocer a nadie. Cuando Milano se le
acercó, el rostro de la abuela se transformó en uno jovial y vivaracho y
acariciando al perro gritó de la emoción: “Armando mi esposo adorado... ¡qué alegría verte de nuevo mi amor!” y sin ningún reparo y con la voz más hermosa y llena de sentimiento cantó: “Esperame en el cielo corazón, si es que te vas primero, esperame que
pronto yo mi iré, ahí donde tú estés” mientras que Milano aullaba y se le
escurrían las lágrimas.
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