Simulando el infierno

El primer día después de reclamar con cierta amargura su premio, se le vino de repente el recuerdo de antaño cuando lanzó por la ventana del ático, la muñeca de porcelana de su hermana y la quebró en mil pedazos, solo para verla llorar.

El segundo día sintió vergüenza, al acordarse de haber intercambiado un disco de acetato de Raphael, que amaba su madre, por una decena de desteñidas revistas de caricaturas de un superhéroe fracasado. 

Ya el tercero, aterrado, se tapó la cara con las manos, al traer a la memoria a su pobre amigo revolcándose, cuando le echó limón en la herida sangrienta de la rodilla.

Desde entonces las 24 horas estuvieron atiborradas de recuerdos, de bromas inocentes, de salidas en falso. De la niñez a la adultez y viceversa, la bola de nieve fue creciendo hasta convertirse en una monstruosa agonía que se hizo demasiado evidente ante los ojos de los suyos.  La preocupada esposa pidió ayuda profesional, pero después de varios intentos fallidos, desistió desesperanzada.

Sus hijos al verlo sumido en las tinieblas, se esmeraron en recordarle el ejemplar padre que había sido, el buen esposo siempre amoroso, el maravilloso hijo pendiente de sus padres, el exitoso hombre de negocios. Él, sin embargo, no recordaba jamás haber sido ese. Alguien así de magnífico no le cabía en la cabeza.

El último día en las afueras de la ciudad, tambaleando de pie al otro lado de las barandas del puente, le sobrevinieron imágenes de un día antes de su primer recuerdo:

Iba a empezar el partido de fútbol. Su equipo local contra el favorito, “el mejor del continente". El árbitro lanzó la moneda para asignar el lado de la cancha y mientras esta daba vueltas por los aires, él cerró los ojos y rezó para que ganara el otro. Al fin y al cabo estaba en juego una gran suma de dinero que había apostado, siguiendo las estadísticas. La moneda cayó y al abrir los ojos, vio como la cámara enfocaba la cara de los jugadores nacionales, uno a uno, diciéndole “traidor”. 

Sobresaltado ante la revelación por poco pierde el equilibrio. Sintió entonces, unas manos que lo levantaron violentamente y lo ubicaron seguro al otro lado de la baranda. Eran un par de policías, que mientras lo subían a la patrulla para llevarlo a la estación, quisieron saber las circunstancias que lo aquejaban.

-¡Es que deseé que el equipo local perdiera y le aposté al otro!

-¿Y solo por eso quería saltar del puente? ¿O es que fue a reclamar su plata y no se la dieron? 

-No, el problema es que me di cuenta de que siempre he sido desleal con la gente que me aprecia. Me gusta verles su cara de sufrimiento.

Entonces de la nada, empezó a reír a carcajadas aliviado por semejante descubrimiento. Los policías lo miraron con extrañeza. 

-¡Claro! ¡Eso era! ¡Ya entendí todo, qué alivio! -gritó el hombre con tal emoción, que abalanzándose sobre el conductor hizo que este perdiera el control del auto. Todos juntos se fueron irremediablemente al barranco y mientras caían hacia la muerte segura, un uniformado le gritó desconsolado: 

-¡En el infierno gozaré con su cara de sufrimiento!

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